Las comidas y cenas familiares de Navidad siempre tienen ese lado cómico y singular que las hace entrañables. Parece imposible que se superen momentos como el descorche trigonométrico de champán que hizo que el corcho rebote en cinco superficies distintas antes de caer en el fregadero o el ataque de risa colectivo que aportó el plato bailón de la abuela a la que le colocamos una bomba de aire bajo el mantel para desesperarla mientras intentaba comer la sopa de marisco.
Con el paso del tiempo las situaciones surrealistas varían, pero no decrecen, posiblemente porque pertenezco a una de esas tantas familias que sin esforzarse son una mina para cualquier guionista. Ayer mientras miraba a mi madre colocar los paquetes de jamón al vacío bajo el agua ardiendo del grifo (por cierto un método, que resultó infalible, para despegar las lonchas) intuí que esa cena no iba a transcurrir con normalidad.
Y así ocurrió unas horas después cuando mi sobrino de casi 3 años alucinó al ver cómo sacábamos de unas conchas una especie de lombrices que comíamos con ansia. Aunque lo que le superó del todo fue cuando llegó el «aristocrazy moment» de comernos unas nécoras que como era de esperar le parecieron monstruosas.
El pobre crío se desbordó cuando le dijimos que no sufrían porque estaban dormidas lo que le generó un razonable terror al pensar que le íbamos hacer algo parecido si se quedaba frito. Su hermana, que es melliza, se tomó lo de la comida con otra gracia, y fue su lengua de trapo la encargada de las risas colectivas, al ir pidiendo «beso» a cada uno de los comensales que la estrujaban sin dudarlo, mientras ella se ponía más y más de los nervios, hasta que estalló en lágrimas alguien la cogió, la sentó a la mesa y ella estiró su afilada mano hasta un trocito de «queso» repitiendo «beso, beso, beso».
Luego siempre está ese momento «bucle» que protagoniza mi tío Pablo y que consiste en llenar el plato, cual turista en buffet libre, de todo un poco y tardar cuatro veces más que el resto en terminar con los entrantes, porque tiene la costumbre de comer y cantar, lo que convierte en interminable la primera parte de la cena.
A todo esto mi madre que lleva cerca de 2 semanas con los preparativos, aparece con sus chipirones en salsa y su coletilla «A ver cómo están, porque los compré vivos». Una frase que volvió a colocar a mi sobrino en cuadro al destapar la cazuela y ver los tentáculos flotando.
Y así es como fueron transcurriendo las horas, entre loas a la cocinera, batalla por las croquetas fritas en pan rallado crujiente, resoplidos al llegar el bacalao a la vizcaína, aplauso final con el tiramisú casero, brindis con licores que huelen a muy añejo y que llevan invitados a cualquier celebración familiar ni se sabe el tiempo, y la ronda de polvorones que se abren, se desarman, pero que nadie come enteros.
Y por supuesto no hay fiesta de este tipo que no termine con la amenaza de la anfitriona de comprar unos pollos asados para el siguiente año y abandonar «definitivamente» los fogones. Nosotros le animamos a hacerlo, pero por ahora solo hemos conseguido que ceda con la vajilla de plástico «que da el pego» y que permite dedicar el tiempo del «fregoteo» a arreglar el mundo con la lengua.